Homilías Monseñor Guy Charbonneau

            La situación de las viudas nunca ha sido fácil a lo largo de la historia, sobre todo cuando ellas tienen a cargo uno o varios hijos. Ellas muchas veces viven en la miseria. En el Antiguo Testamento, las viudas, los huérfanos y los extranjeros eran las personas menos favorecidas de la sociedad. Por eso los protegía la legislación bíblica.

            En la primera lectura de hoy, el profeta Elías se encuentra con una viuda de Sarepta, en país extranjero y pagano. Esa mujer está por morirse de hambre: no le queda ni un pedazo de pan. Sólo tiene un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija. Va a buscar leña para preparar un pancito para ella y para su hijo. Y después los dos se van a morir. Elías se encuentra con ella y le solicita lo impensable. "No temas. Anda y prepáralo como has dicho¸ pero primero haz un panecillo para mí y tráemelo. Después lo prepararás para ti y para tu hijo". Elías nos parece totalmente abusivo y sin vergüenza. Decimos que no tendríamos valor para quitarle la comida a un miserable para comérnosla. Pero Elías es un hombre de fe; añade la razón por la cual le pide a la viuda ese sacrificio: "Porque así dice el Señor Dios de Israel: ´La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra´".

            La fe de Elías en el Dios de Israel era más fuerte que todos los razonamientos humanos. Él tenía fe de que Dios no se quedaría sin corresponder a la generosidad extrema de esa pobre viuda. Y la compensación que viene de Dios fue exuberante: "Y tal como había dicho el Señor por medio de Elías, a partir de ese momento ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó". Dios lo pide todo, pero lo da todo. Dios pide lo imposible, pero da en superabundancia al que da y se da con generosidad.

            Hay una situación algo similar en el evangelio de hoy. Primero vemos que Jesús observa lo que ve alrededor de él. Él mira cómo actúan los escribas, sólo preocupados por la apariencia: les encanta pasearse con amplios ropajes y recibir reverencias en las calle; buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Además de ser vanidosos, se aprovechan de su posición de poder que les da su competencia religiosa para oprimir a los pobres. Les reprocha Jesús: "Se echan sobre los bienes de las viudas haciendo ostentación de largos rezos".

            En otra ocasión, Jesús se sentó frente a las alcancías del templo y siguió observando. Muchos ricos daban en abundancia. En contraste una viuda pobre echó dos moneditas de muy poco valor. Las monedas referidas aquí eran las más pequeñas y las del material más barato - generalmente de cobre o a lo sumo de bronce - del mundo judío. Se trata de una manera para indicar la insignificancia de este donativo frente a los anteriores: frente a los muchos ricos que daban mucho, esta viuda aparece sola con una ofrenda insignificante.  Estrictamente a nivel financiero los ricos dieron mucho más al templo que esa viuda pobre.

            Jesús mostró a sus discípulos la grandeza del don de la viuda pobre.  Les dio una enseñanza solemne (“Yo les aseguro", literalmente "Amén les digo"). Jesús tiene una manera distinta de calcular las proporciones. Lo que Jesús “ve” no es la cantidad del donativo, sino la calidad con la que se da. Él valora la proporción del don con relación a lo que tiene cada uno. Los ricos "han echado de lo que les sobraba; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir". Ella hizo un verdadero acto de culto en el Templo: le dio su misma “vida” a Dios. Su ofrenda escondida a Dios (en contraste con la ostentación de los escribas y de los ricos) la llevó a hacer –en su extrema pobreza- la más alta expresión de confianza y de oblación que pueda existir: vaciarse de sí misma y hacer depender de Dios toda su vida de manera radical, absoluta e íntegra. Puso en manos de Dios todo lo que tenía.

            Algo parecido solía decir Santa Teresa de Calcutá: "Hay que dar hasta que duela." Cuando damos de lo que necesitamos para vivir, estamos entregando no sólo lo nuestro, sino a nosotros mismos. Este evangelio nos invita a consagrar hasta lo último a la causa de Dios. Jesús, que da la vida por nosotros, nos llama a dar todo por Él, con toda generosidad en respuesta al gran amor de Dios, como lo hizo la viuda pobre.

            En esa línea el Papa dijo en la catequesis del miércoles pasado: "Mientras la humanidad se afana por tener más, Dios la redime haciéndose pobre: ​​ese Hombre Crucificado ha pagado por todos un rescate inestimable por parte de Dios Padre, "rico en misericordia". Lo que nos hace ricos no son los bienes sino el amor. Se empieza por el amor al dinero, la fama que hay que poseer; luego llega la vanidad: “Ah, soy rico y presumo de ello”; y al final, el orgullo y la soberbia. Ama con tus bienes, aprovecha tus medios para amar como puedas. Entonces tu vida será buena y la posesión se convertirá verdaderamente en un don.  Porque la vida no es el tiempo de poseer sino de amar".

            Jesús lo dio todo y se dio a si mismo durante toda su vida y particularmente en la Cruz. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). En la Eucaristía, nosotros repetimos y prolongamos la acción de Cristo, que destruyó el pecado con "el sacrificio de sí mismo". Esta Eucaristía nos invita a imitar a la viuda del Evangelio y a ser solidarios con los más necesitados y con nuestra Iglesia.